domingo, 1 de junio de 2014

Llueve, al fin

Llueve mansamente y sin parar, llueve sin ganas pero con una infinita paciencia, como toda la vida, llueve sobre la tierra que es del mismo color que el cielo, entre blando verde y blando gris ceniciento, y la raya del monte lleva ya mucho tiempo borrada. 

Así inicia Cela Mazurca para dos muertos. Y con ese inicio resumo este primer día de junio, que es más un junio septembrino de lluvia gris que un junio mayeado de amarilla y fértil lluvia. En este pueblo, cuando llueve, siempre se hace otoño, que es la imagen que tengo siempre de los agricultores en el campo. Hoy están ellos felices porque los árboles también lo están. 
Campos de trigo en lluvia. Van Gogh

domingo, 6 de abril de 2014

Zarzuela


Los jugadores de cartas. Pintura de Cezanné
-Qué dicen los periódicos, Manuel. 
-Qué van a decir, qué van a decir. 
-Algo dirán, matacán. 
-Que van a desaparecer. 
-Y qué más, Manuel, algo más dirán. 
-También que se puede uno morir, hay que ver, se va a poder morir uno, don Miguel, de tristeza si se quiere. 
-Hombre, si se quiere, ¡si se quiere no va a ser! Será si uno de penas entristece tanto que no tendrá más remedio que fenecer. 
-Eso es, eso es, don Miguel, ¿ve cómo los periódicos no le hacen falta a usté?

Sábado, 05 de Abril de 2014 



Morir de pena

Un nuevo estudio estrecha la vinculación entre depresión y enfermedades cardiacas

Los cardiólogos estadounidenses incorporan la tristeza profunda como factor de riesgo

miércoles, 19 de marzo de 2014

CAMBIO ESTACIONAL

Zdzislaw Beksinski 
A mí me jodía la idea de un eterno verano, de la insurrección primaveral de marzo, los lirios, el campo, y toda esa barahúnda de cursilerías de perfume, la calle brotada de críos, abril, mayo y junio, la triple entente bullente, la maligna triada del sol, el tríptico de la decandencia del frío. Todo aquello me saturaba, me hipertensaba. 

Yo creía ser, más bien, de lo mínimo, de la cabaña de madera, del tizón, el rescoldo de la lumbre, la sábana, el amor lento y sosegado, el amor de caldos y velas, el amor que se protege del helor afuera, el amor de metáforas, la escritura del amor bajo el invierno, la pluma y el río, el tejado y la nieve, la senda más que el camino, la senda más allá del camino, la fruta de otoño, la boria septembrina, el llorar con el alma, los paraguas de negro y el gabán castaño, la barba de doscientos setenta y cuatro días, el tañido de la campana, el románico, los muros de la patria mía entreverados de hierbajos y rastrojos del campo, la vida flemática, la vida nórdica, la vida callada, el copo tardo y danzarín, las mujeres esbeltas del camino con la mirada triste, las mujeres del camino coloreadas de ocre y olvido, la primera página de un viejo libro que hedía a café antiguo, la ausencia del sol, la ausencia de la calima, la ausencia de la carne a borbotones, de la carne rápida, la presa fácil de la carne, la ausencia de sombrero, la ausencia feliz de una primavera, de un verano. 

Yo creía que era de todo aquello. Pero vive en mí la impresión ahora de una primavera, la fugacidad de una noche de verano. La vida es un eterno retorno, sí. ¿Pero en qué momento viví yo la impresión de una primavera, la fugacidad de una noche de verano? ¿Qué vengativo regreso a lo inexistente si yo no padecí nunca de desangramientos felices, de degüellos primaverales, de la horca de agosto? 


jueves, 20 de febrero de 2014

REDACTORAS


Había un teléfono que no dejaba de sonar. ¿Se coge o no? Resultaba que sí. Luego sonaban varios más a lo largo de toda la mañana y lo cogían ellas. Corresponsales, médicos, políticos, escritores, nadie. Atendían redactoras de tecla rápida y sin titubeo. Uno las oía todas las mañanas, que venían cargadas de sueño y con unas mandarinas para el almuerzo. Las mujeres, ya sé que también en la vida, eran para el periódico la ilusión del aire matinal, la ilusión del papel, la ilusión de los gatopardos que sudábamos por la sobaquera y estábamos todo el rato callados. Una redacción solo de hombres debe de ser el antiperiodismo, el mutismo constante, la seriedad depresiva, y el olor a café todo el rato. Ellas llegaban oliendo a mujer, taconeando y hablando como mujeres. Y eso era lo que vestía a la redacción por las mañanas antes de que las noticias comenzaran a suceder. 

Uno creía que una redacción era el sacrosanto mausoleo del objetivismo y la seriedad, del habla culta y refinada, del puro gordo, el reloj de bolsillo y la botella de coñac en un cajón. Pero el periódico era el baño de la normalidad, del coloquialismo y el diálogo a veces fútil, también de la risa pícara y de la máxima de escribir para que te entienda hasta el más tardo. Sin duda, era una verdadera banalización de lo que pasaba afuera y que en la redacción se trivializaba y se le daba la importancia justa, que es muy distinto de la relevancia que pueda tener una noticia. Si moría alguien famoso, ningún problema: obituario, dos por tres, foto en blanco y negro, y punto final. Al principio me parecía una frialdad. Luego me fui haciendo a la idea de que aquello era un entierro como otro cualquiera. En un periódico, al cabo, un personaje público está compuesto de tres corta y pega de un teletipo de EFE, un testimonio familiar y cuatro tontunas que se sacan de Internet para que no suene precisamente a redacción aséptica, objetivismo de agencia y periodismo sin lectores. 

Una tarde noche hablaban de que era posible que al día siguiente nevara en el Noroeste. ¿Te acuerdas de cuando dábamos las primeras nieves?, preguntó una. Entonces yo sentí la necesidad imperiosa de entrometerme y decir algo así como: pues allí en mi pueblo nieva todos los años. Pero comprendí que era tiempo de que ellas hablasen y de que yo, todavía con una concepción wilderiana y gris de la profesión, hiciera mutis y me dejara llevar por los encantos de la melodía periodística de las redactoras mientras escribían y yo miraba de soslayo a ese ventanal que por las noches hacía las veces de espejo, en el que se me veía junto a ellas, como una sombra, como un espía, o como un amante.  


Fotograma del film Juan Nadie, de Frank Capra

miércoles, 8 de enero de 2014

Enero viejo

Uno quisiera escribir un artículo cada día, en cada momento, con la sintaxis gratis y manejable, ancha, y sacarse una columna breve y personal de un asunto de actualidad. Aunque yo prefiero un asunto atemporal, que es una actualidad prolongada en el eterno retorno de la vida, como por ejemplo enero. Enero y su cuesta, enero y sus mañanas rasas, enero y el peso del pasado, enero y madres en chándal por el paseo Paco Rabal de La Rafa, enero y los juguetes rotos, enero y sus tardes naranjas y cielos diáfanos, enero y la devolución, enero y las noches en vela de los estudiantes, enero y la dieta, enero y un suspenso, enero y las rebajas, enero tristón, enero vacío, enero anímico, enero oneroso, enero seco y bíblico, enero de tiempo ordinario, enero cojonero y viejo. De pronunciar tanto la palabra enero, como que se enrarece. Qué coño es enero. Enero es en mi recuerdo una calle gris y fundida, y un corte de pelo. A enero le cuesta empezarse. Enero propende a la melancolía pero le tiran los meses con fuerza. Uno en verdad, si lo piensa bien, tiene alma de enero, saturado ya de diciembres y guirnaldas de luces. Aunque esta Nochebuena se nos fue la luz en algunos pueblos de la Comarca. Entonces hubo cenas antiguas, con velas rojas y blancas en los extremos de las mesas, un abuelo firme y un nieto lloriqueándole sobre el hombro de pana. Yo recuerdo Bullas dividida en dos por un telón negro que ensombreció la Gran Vía, el Camino Real, la Plaza de España, la Plaza Vieja, la Avenida de Murcia, el Barrio Francés y todo eso. Cuando crucé el telo negro, me vi como sombreado y ladrón. Las muchachas pisaban la acera con taconeo arrítmico y alumbrándose el camino con una luz escasa y breve. Las campanas tañían la misa del Gallo y la noche oscura del alma y de la calle se encogía. Los coches iban despacio y los conductores guiñaban los ojos dando la larga en los cruces, inundados de la tiniebla en la noche del Alumbramiento.



La gente mayor hablaría de que irse la luz es un aviso de algo. En verdad, un buen día, la luz puede esfumarse y volver todo como al año catapún. Recuerdo a un profesor que ya tenía la burra preparada con los aparejos en su garaje por si las moscas. También recuerdo a un meteorólogo advirtiendo que el mundo, en cualquier momento, podría irse al carajo. En realidad, todo eso ya lo sabían los viejos y vienen a decirnos que esto del apagón es un aviso porque nos ven demasiado tranquilos y seguros en este mundo de enchufes y pantallas. También enero es un apagón del tiempo, una espesura en el llano de los meses. Un aviso. Cuando llegó la luz, bebimos la misma basura de siempre. Está claro que de diciembre uno puede escribir más que de enero. Enero, en verdad, es un sillón aterciopelado donde reposar el cansancio del año pasado. Enero es una Olivetti vieja que no se usa. Enero es una mirada lánguida o irritada. Enero es la memoria de los doce meses. A uno le gustaría escribir un artículo cada día, en cada momento, con la melancolía sintáctica de enero. Enero tristón y escribano, enero monótono y ordinario. Enero viejo y repleto de pasado.  

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Luna Miguel

Ayer entrevisté a la poetisa Luna Miguel. Iba yo caminando por la Circular de Murcia, con el sudor de la chaqueta y el polo grisáceo y brotado de polillas, pegados a la piel en una mañana de ventolera fría y cuerpo animoso y acalorado, y me dije: <<Anoche no me lo cogió. Luna Miguel, no me lo cogió anoche, andaría literariamente cavilando, literariamente bebida>>. Y entonces, una vez frustrado de consejerías y empresas de agua, que iba yo por la Circular de Murcia, me dije: <<Voy a llamarla ahora, a Luna Miguel, igual lo coge>>. Y lo cogió, Luna Miguel, con su voz de mujer, su melodía blanca y suave, de labios carnosos por los que han salidos versos y besos. Luna Miguel, en Barcelona, y yo por el carril prohibido de un tranvía medio estrenado, verde y agusanado, y con el móvil viejo, que sólo llama y mensajea, hablando con Luna Miguel: <<Que soy de La Opinión de Murcia, sí, una entrevista, por lo del ciclo de gentes del libro, sí, lo del Lunes, Luna>>. Luna me habla desde no sé dónde, quizá una casa de vanguardia catalana, con las gatas ronroneándole a la poetisa, escritora, traductora, prologista, periodista, modelo. Aunque lo de la gata fue luego. <<Ay, que se enreda la gata en los cables y me va a tirar el ordenador>>, dijo Luna, luna lunera, Luna sobre fondo gris, Luna sobre fondo sombreado, Luna galáctica, desde Barcelona, calles del Diecinueve y ascensores elegantes, con portón rococó y luz de aceite y un señor con bigote que lleva enclaustrado de sereno quieto lo menos cien años. Luna, lunera, por la Calle Aribau, la de Laforet, quién sabe, tantas cosas podría uno imaginar mientras esperaba el bus para ir a redacción.

Ese bus anaranjado y mugriento, de frenazos y cristales empañados, de universitarias tristes pegadas a la carpeta y mirada lánguida, de señores con barba que llevan prisa, de conversaciones vagas: <<Sí, ya ves, sociología, estudio sociología, qué cosas>>, <<Pues yo pensaba que eras de magisterio, fíjate>>, <<Buff, lo engañosa que es la vida, pero por los pelos: soy la última promoción. Esto se extingue>>, y el conductor resoplando a cada semáforo, a cada paso de cebra, derrochando apatía y adustez a través del vítreo que nos mira a todos, ese panóptico antiguo y severo, autoritario. Y Luna aguarda a mi entrevista. Luna lunera. De labios carnosos que me hablan a través de las ondas, a veces entrecortadas, balbuceantes por culpa de mi móvil que sólo llama y mensajea, ya ves, cosa del pasado. Y el bus trotando, a ver si llega a la parada del periódico y entrevisto a Luna, que aguarda, <<Media hora, Luna, en media hora te llamo y hacemos la entrevista>>, <<Ok. Aquí me tienes>>, pensamientos en el bus, ecos de la memoria reciente y repentinamente frenados, severamente golpeados con el vaivén del bus, <<Sí, sociología se pierde como carrera aquí, ya ves>>, y las chicas universitarias se aprietan el pecho groso o tímido con la carpeta blanquiazul, con apuntes tristes de colegiala, a boli pilot azul, y Luna allá, fuera de mi mundo, en la órbita gatuna y catalana, <<Te he contestado al correo>>, y una señora mayor sube con el carrito, que hay que ver lo que tarda en subir con el carrito, y el conductor se exaspera, <<Ayúdele a la señora, haga el favor>>, le dice a un hombre de bigote y de periódicos enclavados en la axila, como de toda la vida, y le ayuda a la señora con el carrito, <<Qué, de compras>>, <<Ya ves, un conejo>>, <<El conejo va con lo que le eches: al ajillo, frito, solo, es imparable>>, <<Ya, es como el zapato negro, que viste con todo>>, y se han callado, el mutis después de esa metáfora espontánea, natural, que le ha salido a la mujer de la nada, quizá de su madre o de su abuela, quién sabe, y los dos se han callado, y los humanos jóvenes del bus hablan con los dedos. Yo miro la ventanilla empañada y me subo la bufanda y una chica de otro bus me ha mirado, como perpleja de verme en movimiento, embarcados los dos en los buques naranjas que nos llevan al destino más o menos ansiado, y Luna aguarda, Luna lunera, y yo reflejándome en el ventanal de otros buses, esta casualidad del paralelismo autobusero, en la misma calle, dos buses pegados, y me reflejo orondo en la ventana entumecida, como un toro, ese toro enamorado de la luna, que cantó Escobar, y las chicas de pelo lacio y estirado van sentadas al envés del camino, viendo el paisaje alejarse, y yo, que voy en un asiento normal, racional y cotidiano, veo que el paisaje es un enigma, y la chica triste de la carpeta que amorata sus pechos es una sabia y una anciana que a través de sus ojos veo la nostalgia de un tiempo y paisaje que pasan, y que yo aún no contemplo. 

El viento me empina los pelos. Surca los mares de mi vello. Y el picor en el sobaquillo de esta mañana fría y cuerpo acalorado me duele. La redacción está en calma. Todavía no ha empezado el barullo de la jornada, pasos por aquí, notas por allá, juicios y sentencias en esta mesa, directores y corbatas en esa otra, redactoras de experiencia, hablando de sus cosas mientras teclean la noticia, y el novato, que soy yo, caminando incierto, por el pasillo que chirría, y me siento y me coloco y enchufo la máquina y llamo a Luna, Luna que aguarda, Luna en la órbita de la espera, con los cráteres estirados y rojizos, arañazos de gata, <<Cuéntame, Luna, cuéntame>>. 
La entrevista sale el domingo 24. 

viernes, 8 de noviembre de 2013

La melodía de una triste noticia

Melody es la Lola Flores de nuestra época. Me lo soltó anoche así de repente mi colega de piedra, Toan Hernando, que se vino al cubil de zorro vetusto que tengo por la ciudad. Y entre el tintineo de su Martini y mi Coñac, va y me dice: <<Mira, nene, Melody es la Lola Flores de nuestra época y no lo digo más>>, y yo brindé, asentí y tragué. Porque cuando me dicen nene, mejor es callarme. Del bar de enfrente llegaba la queja continua de los albañiles. Todas las noches, el Bar de Abajo ya sólo se llena de albañiles que se amoratan a golpes de orujo. Vienen del litro caliente en el andamio, del chusco galgo  y hediendo a mata hombruna. A Toan Hernando también se le posaba algo de ese olor a sobaco revenido, como a calcetín húmedo, cuando tocaba aquel piano enlutado y decimonónico en el Philadelphia antes de convertirse en el Bar de Abajo. Philadelphia se ve que no cayó bien en este barrio de obreros y ancianos. Suele pasar con nombres extranjeros. Que luego se piensan que vamos de lupanares. Toan Hernando me lo dijo una vez: <<Mira, nene, en el quisco le oí decir a un viejete: ‘¡En el Philadelphia ese pocas putas habrá ahí metidas!’>>. Ahora ya nadie critica al Bar de Abajo aunque las cucarachas les ronden por el cogote a los albañiles de ojos irascibles y envenenados. 


Toan Hernando, antes de venirse anoche a mi cubil de zorro, pasó por el Bar de Abajo a sacar su sempiterno paquete de LM Rojo, y siguió las miradas de los albañiles con el palillo hasta el televisor donde Melody actuaba en eso de Tu cara me suena. Melody es la Lola Flores de nuestra época en el deje y en la gracia del hablar, sólo que aquella no sabía inglés y Melody sí. Aunque pensándolo con más exactitud, quizá Melody no venga tanto de la Madrasa de la Faraona sino de los solares y descampados y la feria rancia a lo lejos con cuatro estrellas de luces en el alumbrado público; de Camela en los altavoces y los domingos en la tarde con los coches de choque sonando de fondo; de El Fary discotequero y de anisete en bares chungos que, por cierto, fue El Fary quien jipó a la niña Melody allá por el 2001 y se convirtió en su productor ejecutivo y le buscó toda la jungla de los gorilas, que el baile del gorila, dentro de su primer álbum De pata negra, se convirtió en canción del verano, de aquel verano en que Melody vino a la verbena de mi pueblo y todos los críos, más o menos de su edad, fuimos a verla. Yo, que por aquel entonces padecía de ataques de asma, me tuve que ir entre toses y ahogos de tanto hacer el jodido gorila y también es posible que aquella noche me diese cuenta ya en la cama de que Melody se estaba convirtiendo en mi primer amor platónico. Al año siguiente la nominaron al Grammy Latino de mejor álbum de la Infancia 2002. 

Todos esos datos y más me los iba ofreciendo anoche Toan Hernando en mi viejo cubil de zorro, sobre la mesa de madera implada de alcoholes, entre brindis y tragos, entre mira, nene, y silencios y ceniza que caía y  el  humo envolvente de sus cigarros, <<Cuatro me quedan ya>>, <<Cómo le das, tú>>, y entonces, aquel humo que me echó a la cara de repente fue la antesala de la noticia: <<Mira, nene, a mí también me quedan cuatro, como al paquete>>. Y después de unos silencios incómodos y palabras nerviosas, <<Lo siento>>, <<Nada, nene, ahora me siento más vivo que nunca>>, buscamos la canción del gorila y bailamos durante toda la noche. Fue al dejarle unas sábanas para que se tapara en el sofá, cuando le noté el tembleque y la misma mirada envenenada de los albañiles del Bar de Abajo. Entonces me hice la idea de que cuando se fuera a la mañana siguiente, ya nunca más volvería a verle. Como aquella vez que cerraron el Philadelphy  y jamás volví a oír un piano igual. 

miércoles, 23 de octubre de 2013

En el quinto mes de infierno



Ahora dice Roberto Brasero, el de la tres, que estamos dentro del Otoño de verdad, el de la niebla salmantina, el del viento peinado donostiarra y el de la lluvia generalizada, que dice Brasero que ha llovido mansamente y sin parar, como escribió Cela, en toda España menos en Castellón. En Murcia ha llovido en Jumilla y a lo mejor en El Aceniche de Bullas, que allí, más metidos en el invierno, caen sus buenos nevazos. Pero lo que es en la capital, nanay. Aquí, como auguró Delibes, estamos todavía en el quinto mes del verano y la gente anda caliente por las calles y las universidades, bocinando el recorte de estación, y algunas murcianas hijas de la posguerra se abanican en los pollos de las puertas con un paipay de la matriarca, del año catapún, agujereado y estruendoso, como una rogativa pagana para que llueva.




Entró un frente el lunes por el noroeste de la Península y se marcha por el suroeste de la Península. Es como si al acercarse a los relieves de Albacete comenzara la borrasca a derretirse, a redimir, meteorológicamente hablando, y se generaliza que el otoño está en su esplendor mientras aparecen los vallisoletanos en la tele paseando sus chaquetas marrones de piel por el Campo Grande. Allí habrá llegado el otoño, no cabe duda. Pero aquí no, que para hoy dice Maldonado que rozaremos los 30º. Aquí andamos, ya digo, en el quinto mes del verano, cuando antes, si la cosa del calor se ponía chunga, solía decirse nueve meses de invierno y tres de infierno. El infierno se ve que va emergiendo y quedándose con nosotros. Se nota en las cárceles. Aunque en La Coruña refresque. Ahora dice Roberto Brasero que viene otro frente para el fin de semana. Puro otoño esto de borrasca tras borrasca, ventisca, neblina y llovizna, mangas de mar y la Virgen. Brasero, meteorólogo admirado, de verdad que sí, tiene razón en sus vaticinios, comunica el tiempo con pasión, y eso es meritorio hoy en día. Aunque debería pasarse por Murcia, a eso de las tres de la siesta, esperando a un interurbano con retraso en una parada sin sombra. Brasero acabaría abrasándose.

martes, 22 de octubre de 2013

La librería no tiene quien le escriba... o a lo mejor sí

 Jorge Carrión: «Las ciudades deberían proteger a sus librerías»

El escritor catalán pasó ayer por Murcia para presentar su libro Librerías, finalista Premio Anagrama de Ensayo 2013, inaugurando el ciclo de conferencias en el Aula de la CAM, que reanuda el Gremio de Editores de la Región de Murcia en colaboración con la Fundación CAM y que lleva por título Gentes del libro. El próximo lunes, 25 de noviembre, vendrá la joven poetisa Luna Miguel.



Jorge Carrión, el escritor catalán, 1976, jovenzuelo e inquieto, autor prolífico en tareas: novelista, cronista de viajes, crítico, profesor de literatura contemporánea en la Universidad Pompeu Fabra y de escritura creativa en tropecientos cursos y másteres, etc., se bajó ayer del tren en la estación del Carmen de Murcia, a la hora de empezar a oscurecer el día, con una carpeta bajo el brazo y el resquicio de un resfriado que protegía Carrión con una chaqueta negra sobre una camiseta informal, con letras en inglés y eso. Y lo más seguro es que Jorge Carrión estuviera atento por si atisbaba alguna librería que le pillase de camino mientras venía para el Café Susano, donde le esperaba yo con una mochila desvencijada, cuatro preguntas escritas a mano, como antiguamente, y con dolor de cabeza por fruncir tanto el ceño a ver si le veía llegar para la entrevista, porque a uno, sobre todo por la noche, le aflora la miopía, y las gafas allá, en su funda, por casa.


Y mientras tanto Jorge Carrión en el camino, a ver si jipaba de lejos alguna librería, que dice que desde que lleva presentando el libro por toda España está conociendo librerías que le están encantando, aunque desde la estación del Carmen hasta el Café Susano, al final de Trapería, no creo que se topase con una Green Apple Books, la de San Francisco, que es una de las que más le gusta de todo el mundo, y aquí pudo toparse más bien con toda esa jungla de parques que hay en Murcia, y es que los parques a él le traen sin cuidado desde que era niño, que prefería meterse en una vieja librería antes que estar dando saltos fútiles en la frondosidad infantil; de modo que, como no vio ninguna librería, su primera parada ya en Murcia, después de las tantas que hizo en el tren que le trajo de Barcelona, fue ante mí, delante del Café Susano, que venía el escritor catalán junto con Javier Castro, del Gremio de Editores de la Región, y los conocí por pura intuición, a ver.


Ya dentro del Café Susano, así en plan entrevista atávica, con el halo bohemio de un café tenue, tintineo de copas, musiquilla de fondo y luz crepuscular afuera, le pedí disculpas a Jorge Carrión por tener que atenderme después de un largo viaje y con prisas antes de la conferencia. <<No te preocupes, es parte del trabajo. Pero, ¿tú quién eres?>>, y yo le respondí titubeando que del semanario comarcal El Noroeste, que tiene mucha inquietud cultural, a ver, era una pregunta para la que jamás he preparado respuesta. Pero vamos a Jorge Carrión, al novelista, autor de Los muertos (2010), al que le seguirán Los huérfanos para el próximo año y Los turistas para el 2015; vamos al crítico de Teleshakespeare (2010); al cronista de viajes, La brújula (2006), al profesor, a todos los Jorges Carriones que existan, porque Javier Castro, en la presentación que le hizo poco después al escritor catalán, expresó que no se puede ser tan joven y ser tantas cosas a la vez, y abrió el planteamiento de que Jorge Carrión son dos hermanos gemelos: Jorge y Jordi. El que vino a Murcia y se sentó frente a mí en el Café Susano era uno de los dos, al menos el que había escrito Librerías


¿Qué crees que va a ocurrir con el libro de toda la vida cuando hoy en día parece estar afianzándose la lectura en soportes digitales?

Yo creo que ese conflicto va a durar mucho tiempo y no tiene ningún sentido tratar de profetizar qué va a ocurrir. La historia del ser humano es una historia de predicciones fallidas y pienso que hay que centrarse en la convivencia. De todos modos, yo diría que la tendencia es a una reafirmación del libro con valor artesanal, valorado por su calidad física y de contenido, y a la desaparición del tipo de libro que tú puedes leer en plataforma digital.


¿Y cómo debe funcionar el librero en esta época de convivencia?

Aparte de amar su oficio y amar los libros, cosa que no pasa siempre, tiene que ser un gestor emocionado, que dinamice la librería, que sepa adivinar por dónde van los intereses y los deseos de los lectores, que los sepa canalizar y, al mismo tiempo, es un gestor cultural porque organiza actos que le dan sentido a la librería como espacio físico más allá de un mero almacén.  La  librería como almacén de libros es algo ya del pasado. Un almacén de libros es lo que tiene, por ejemplo, Amazon, que además almacena bicicletas y monopatines. De manera que un librero tiene que darle sentido emocional, intelectual y físico a la librería.


¿Qué tipo de actos pueden funcionar como incentivo en una pequeña librería?

Librerías que sean también galerías de arte, club cultural, taller literario, de lectura.


¿Qué ciudades españolas abogan por librerías de este tipo?

La recuperación de la librería como espacio para recitales, conferencias, etc., ocurre en toda España. En Madrid ahora es más fuerte la vinculación del bar y la librería o la poesía; en Barcelona está más presente quizá la idea de una librería como ciclo cultural.  Pero nos encontramos con muchas más librerías de toda España con esa efervescencia.


¿Con qué valores embadurna una librería a su ciudad?  

Yo creo que una librería es tan importante en una ciudad como las bibliotecas, los museos o los cafés. Y también creo que cuando una biblioteca o un cine tienen problemas y hay gente que ayuda para que sobrevivan, las librerías también deberían ser protegidas por las ciudades. 

¿Qué ventaja tiene una librería tradicional con respecto a la virtual?  


El contexto. La cultura se hace visible. Tú vas en busca de un libro y te topas con dos o tres que no esperabas. Y esto es superior a la librería digital, adonde uno sólo va en busca del texto. Cuando descubran en internet el algoritmo para conocer qué deseamos por nuestros clips, nuestras búsquedas, etc., podrán hacer una recopilación de nuestros deseos y toparnos con libros que no nos esperábamos; entonces la librería tradicional sí tendría un problema. No obstante, es importante también crear comunidad, comunicación, comunión, que es la  clave humana para la supervivencia de las librerías.




jueves, 17 de octubre de 2013

Las tablas de Iñaki

Iñaki Gabilondo, rejuvenecido y lustroso, con su voz de trueno y sus ojos desmarcados y felinos, como los de Manuel Vicent, vino al Teatro Circo de Murcia el pasado 16 de octubre para presentar el programa Contigo, de la Cadena Ser, que celebra sus ochenta años en Murcia, y se trajeron, para la ocasión, al maestro, que, pese a su desconcertante jovialidad, guarda dentro de su memoria tantos años de Historia de España, tantos nombres y personalidades, tantos momentos tensos, de los que le tocó hablar en directo, como aquella noche del 23 F, cuando Gabilondo estaba recién estrenado en Televisión Española y tuvo que informar, casi a punta de pistola, de toda la tramoya del Golpetazo, mientras los de Tejero se ponían finos en el bar del Congreso y el país sintonizaba en sus transistores una voz más allá de las marchas militares, pero Iñaki, pese a la tragedia que podía suponer el éxito del Golpe, dio la información con una templanza asombrosa, sin titubear, sin espasmos, sin alarmismo, con sus ojizarcos de felino y la melena setentera, embadurnado de transición y de la americana –aunque le faltaba la barba-, muy de la época transgresora que acababa con la sobria indumentaria de los años de dictadura.
Pues ese mismo Iñaki se subió al escenario del Teatro Circo de Murcia, acogido por un caluroso aplauso, y dijo que llevaba tiempo buscando una palabra que definiera la relación entre la radio y la gente, «porque –expresó- nos metéis en vuestros coches, en vuestras cocinas, en vuestros cuartos…, pero no tenemos una relación marido, mujer; padre, hijo; abuelo, nieto; tío, sobrino; ¿qué tipo de relación tenemos entonces?». El público reía la sorna de Iñaki y los dos viejos de a mi lado comentaban: «¡Qué tío, tú!». Se subieron al escenario con Iñaki algunos miembros de la familia Sánchez Parra Servet, de larga tradición y reputación en Murcia, para que comentaran con Gabilondo los aspectos de la vida española que han ido cambiando a lo largo de estos ochenta años, pero, de súbito, un sonido gallináceo desde el palco interrumpió la conversación: «¡Esos han sido unos franquistas asquerosos!», y el hemiciclo, esta vez el del Teatro Circo, no se agachó bajo los escaños sino que mandó callar a la mujer, que, endiablada, no cerraba el pico y ya sólo se le oían balbuceos ininteligibles, hasta que, con aplomo, se levantó Iñaki de la silla del entrevistador y se dirigió a la gallina, con la misma mesura que cuando le tocó informar a todos los españoles la noche del 23 F, y resolvió el pseudogolpe, citando además y sorpresivamente “Todo tiene su tiempo”, del Eclesiastés, y siguió a lo suyo, repasando el panorama político, social y cultural de la ciudad, aludiendo a los cambios que ha experimentado Murcia en estos ochenta años de radio, entrevistando a personajes destacados de la ciudad: Pepa Aniorte, Jerónimo Tristante, el Dr. Pedro Luis Ripoll, Miguel Ángel Cámara, que con este último volvió a vociferar la mujer del palco, que no la habían echado al final,  pero esta vez ya nadie le dio importancia y quizá Iñaki recordaría aquella máxima de Don Quijote cuando Sancho se apabulló del ladrido de los perros: «Ladran, luego cabalgamos», y siguió Gabilondo cabalgando, recordando a grandes figuras como Paco Rabal o Antonio Campillo y  sin dejar de dirigirse al público de enfrente y al público oyente, y en ningún momento notaba uno el decaimiento humano de Gabilondo, el cansancio que a sus 71 años es como más proclive, como más normal, y era casi espasmódico verle ahí, moviéndose de aquí para allá, resolviendo golpes, con su voz de trueno y sus ganchos periodísticos, taconeando sobre las tablas del Teatro Circo, por cuyos muros y balaustradas se iba expandiendo el eco de sus ondas, y la gente se iba como resintiendo por el deleite de escucharle, porque, comentó Iñaki, el verbo sentir expresa con mayor precisión y toco poético el sonido, en vez de ese verbo rápido y facilón que es oír.  Aquel mediodía, cuando salimos del Teatro Circo, todos teníamos cara de haber sentido sus tablas.



Llueve, al fin

Llueve mansamente y sin parar,  llueve sin ganas pero con una infinita paciencia, como toda la vida,  llueve sobre la tierra que es del mis...